La logoterapia es la tercera escuela vienesa de psicoterapia, tras el psicoanálisis de Sigmund Freud y la psicología individual de Alfred Adler. Desarrollada por el neurólogo y psiquiatra Viktor E. Frankl, este nuevo tipo de psicoterapia se centró en una voluntad de sentido, en oposición a la voluntad de poder de Adler y a la voluntad de placer de Freud. La logoterapia trató de buscar un sentido a la vida de las personas y para ello se basó en tres supuestos filosóficos fundamentales: la libertad de voluntad (antropología: explica que todo hombre es capaz de tomar sus propias decisiones, lo cual lo hace libre para escoger su propio destino y no convertirse en un títere del mismo), la voluntad de sentido (psicoterapia: busca el componente interior humano, que lo aleja del reino animal y vegetal) y el sentido de vida (filosofía: factor que no se pierde pero que puede escapar de la comprensión humana).
El término fue usado por primera vez por Frankl en 1938, aunque no se desarrolló definitivamente hasta después de la II Guerra Mundial. La concepción final de la logoterapia se vio marcada por la larga estancia de su fundador en diversos campos de concentración nazis. Por supuesto, las diferentes maneras de actuar de sus compañeros de barracones determinaron el desarrollo de la psicoterapia. El hombre en busca de sentido, el ensayo que nos ocupa, nació de esa estadía personal de su autor en los infames campos.
Considerado uno de los diez libros más influyentes en Estados Unidos, relata vivencias personales y la historia diaria de un campo de concentración vista desde dentro. El texto se divide en tres partes: internamiento en el campo, la vida en el campo y la vida tras la liberación. En la primera de ellas destaca el estado de shock de los recién detenidos y trasladados. La llegada de los vagones a Auschwitz deja a todos atónitos ante lo que a esas alturas ya se había escuchado sobre aquel lugar. La única posesión humana a partir de ese momento es la desnudez.
La frase central de esta primera parte la toma Frankl de Nietzsche: quien tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre el cómo. Las creencias religiosas, el amor hacia uno o varios seres queridos y el sufrimiento como forma de supervivencia son aspectos claves para seguir adelante en un entorno tan dramático. La apatía como forma de autodefensa para huir de la cruel realidad es otra de las premisas para lograr seguir con vida. Frankl analiza los sueños de los presos, su desnutrición, su falta de apetito sexual y la carencia de valores humanos.
La segunda parte trata la añoranza sin límites de la familia y la casa, la repugnancia ante todo lo que a uno lo rodea (hielo, fango, excrementos y hasta cadáveres) y la desvalorización de absolutamente todo lo que no tuviera que ver con la mera supervivencia individual. Curiosamente, afirma Frankl que quienes alcanzaron un mayor desarrollo de los planos espiritual y religioso resistieron mejor en el campo, al conseguir aislarse del entorno y refugiarse en su vida anterior, más plena desde el punto de vista intelectual e interior. De ahí que el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre.
El aprecio de la belleza o del arte, el sentido del humor, la añoranza de la intimidad y la soledad y el crecimiento de la irritabilidad y el recurso a la violencia son otros aspectos que deben ser tenidos en cuenta entre los presos. El autor cita a Dostoievski (solo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos) al hacer referencia al punto que hace al hombre un ser libre que elige su destino hasta las últimas consecuencias. Y es que hasta en un campo de concentración puede un hombre mantener su dignidad, sus valores y su generosidad. En este sentido, la fe en el futuro era básica. Así, sin fe no hay futuro posible que no sea la muerte. Incluso las lágrimas no deben avergonzar a los presos, pues testifican su valentía y su valor para sufrir.
La tercera parte, la que se ocupa de la vida tras la liberación, es la más conmovedora del texto en mi opinión. Lejos de volverse locos de alegría, los presos se despersonalizaban tras relajar la enorme tensión acumulada durante tanto tiempo. Todo les parecía irreal, una ensoñación de la que serían cruelmente despertados en cualquier momento. Incluso, fueron bastantes los que buscaron sacar fuera de sí la violencia tan largamente reprimida, optando por una forma de vida fuera de la legalidad. Frankl habla de deformidad moral, amargura y desilusión. Sobre todo en quienes habían encontrado en sus mujeres e hijos el sentido de su existencia y conocieron la noticia de que estos habían muerto tiempo atrás. Así, el hombre que durante años había creído alcanzar el límite absoluto del sufrimiento humano se encontraba ahora en que este no tiene límites.
La conclusión de este ensayo es que la experiencia final de un hombre que vuelve a su hogar es la maravillosa sensación de que, después de todo lo que ha sufrido, ya no hay nada a lo que tenga que temer, excepto a su Dios y que a un hombre le pueden robar todo menos una cosa, la última de las libertades del ser humano: la elección de su propia actitud ante cualquier tipo de circunstancias, la elección del propio camino.