En el año 2000 Ramón Cerdá publicó su segunda novela (la primera, Vendeyta, fruto de un experimento de juventud - como el propio autor reconoce siempre -, no ha visto la luz nunca). En 2009 Ediciones Sobrepunto la reeditó para disfrute de sus seguidores. En ella, pese a ser en algunos aspectos algo diferente de las siguientes, se advierten características que más adelante desarrollaría con el resto de sus obras.
En Aldea asistimos al fenómeno del despoblamiento de aldeas y pequeños pueblos cuyos pobladores son engullidos por ciudades de alrededor que aglutinan todo aquello que hace más fácil y cómoda la vida de las personas. El abandono del campo en favor de la ciudad provoca que de la antigua población de esta aldea gallega sólo queden un par de familias como residentes habituales de la misma. La soledad, la nostalgia y el sentimiento de pérdida constante son notas comunes en los personajes que todavía conviven allí.
Salvando las distancias no creo que sea osado percibir en esta obra ciertos aspectos de obras como Los santos inocentes, del genio vallisoletano Miguel Delibes (1981), o de Intemperie, del extremeño Jesús Carrasco (2013). La España profunda cobra vida de nuevo en Aldea. El personaje de Tadeo, uno de los protagonistas de la historia, bien podría haber salido de obras del estilo de las anteriormente citadas. Borracho, mal trabajador, mujeriego y maltratador de su esposa, el padre de familia se dedica a vivir la vida de la mejor manera posible (de paso que arruina las de quienes le rodean: esposa e hijo).
María, su sufridora mujer, se debate entre abandonar la aldea aprovechando una de las salidas de su marido o armarse de paciencia y soportar cualquiera de las humillaciones y vejaciones a las que éste la somete. Incapaz de tomar una decisión, incluso piensa en quitarse la vida. Sin embargo, el amor que siente por su hijo de doce años, Lito, la arma de valor para continuar aguantando los maltratos.
Lito, un adolescente que comienza a descubrir aspectos de la vida como la sexualidad, el placer de la lectura o el amor por los animales que lo rodean, es un amante de su madre. Vive con ella, aunque cuando su padre aparece (después de varios días de sexo y alcohol), sale corriendo a la cabaña en la que vive su venerado abuelo materno. El abuelo, viudo desde hace ya tiempo, asiste impotente a la progresiva degradación de su propia vida, aunque lo que más le duele es que ocurra lo mismo con las de su hija y nieto.
Y qué decir de Feroz. Es un perro nacido de un cruce lobo-perra que nos ayuda a entender mejor la historia ya que tiene también su parte importante en la acción de la misma al incorporar Cerdá su perspectiva y puntos de vista diferentes según se desarrolla la trama de la novela. Y es que Feroz, que de ello tiene únicamente el nombre, no sólo observa sino que interpreta todo lo que a su alrededor ocurre.
Pese a ser su primera novela, en ella encontramos elementos que se repetirán a lo largo de la futura obra de Cerdá: personajes solitarios, problemas con el alcohol, intrigas, asesinatos, violencia, clubs nocturnos, sexo y (aunque en este caso concreto, algo más sencilla) una trama compleja y bien elaborada. Con su característico lenguaje directo y claro, el bueno de Ramón crea una ficción que perfectamente podría ser realidad. Una novela que entretiene y distrae durante unas horas. Sus cerca de doscientas páginas permiten una lectura rápida, siendo una de esas novelas que pueden leerse y disfrutarse en una sola tarde.
Como colofón (y también como aspecto diferencial del resto de su obra) Aldea tiene también una parte sentimental y romántica. Una historia de amor de juventud que parecía terminada para siempre pero que emerge con energías renovadas para dar un toque nuevo a la novela. Y hasta aquí puedo escribir. Como siempre, lo mejor es leerla y disfrutarla...