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miércoles, 25 de marzo de 2015

Niebla. Miguel de Unamuno. Espasa-Calpe (Colección Austral). 1939. Reseña





     Cuando Don Miguel de Unamuno escribió Niebla en 1907 - publicada en 1914 y reescrita y re-publicada en 1939 - era plenamente consciente de la magnitud de su obra. Algo muy poco común. Salvo en contados casos. En casos como el que nos ocupa: el de un genio de las letras. Conocedor de las maneras de escribir y presentar las creaciones de su época, en la que el realismo dominaba la escena literaria y artística en general, y sabedor de las críticas que recibiría esta obra maestra, hubo de crear para su original puesta en escena un género literario nuevo denominado nivola.

     Como él mismo explica, en boca de uno de los personajes de la obra que nos ocupa, la nivola es un neologismo que define a una creación literaria que decide apartarse de los principios encorsetados del realismo de fines del siglo XIX y comienzos del XX, es decir, de la caracterización psicológica de los personajes, la ambientación descriptiva de cada detalle y de la narración omnisciente en tercera persona. En este nuevo género el argumento, la trama y los personajes se van haciendo a sí mismos según avanza la historia. Una historia que se mueve a través de los abundantes diálogos que explican los hechos, los caracteres de los personajes y la propia trama. 

     En febrero de 1935, cuando el autor había terminado de reescribir la obra - que finalmente sería re-publicada en 1939, ya fallecido Don Miguel -, incluyó un prólogo escrito por uno de los personajes de la historia, Víctor, el mismo que definiera casi treinta años atrás el término de nivola. En él, el personaje llega a disentir del propio autor sobre el fin del protagonista, Augusto Pérez, prueba más que fehaciente de que, en efecto, los personajes se hacen a sí mismos, llegando incluso a discutir las acciones descritas por el dios creador-narrador, en este caso, Don Miguel. Hecho este que, quienes escribimos, aunque sea de forma no profesional, conocemos de primera mano, pues, no en pocas ocasiones, nuestros protagonistas se empeñan en llevarnos la contraria y actuar por cuenta propia, echando por tierra nuestros esquemas previos de la obra.

     La originalidad de Niebla es manifiesta por lo expuesto. Pero también por incluirse el propio autor como personaje de la nivola. No obstante, este apartado no va a ser más comentado en la presente reseña, puesto que supondría revelar aspectos importantes del desarrollo de la trama de la obra. Un error que jamás debe cometer un reseñador, en este caso, yo. Lo importante es que, como en toda buena nivola - tenemos otros ejemplos en obras unamunianas como La tía Tula, Amor y pedagogía o Abel Sánchez -, el contenido domina sobre la forma, los personajes son planos y muestran únicamente el rasgo más básico que los define como personas y se nos hace presente lo que Unamuno calificó como gestación vivípara, es decir, un nacimiento de la historia rápido, urgente, sin documentación, preparación ni planificación.

     Toda la obra es una confusión, una niebla perpetua que se cierne sobre la mente de Augusto Pérez y, por extensión, sobre el lector. Un lector que también se siente confundido en muchos de los pasajes del libro. Los constantes juegos de palabras y hasta de personajes nos hacen reflexionar sobre el rol que cada uno de nosotros jugamos en nuestras vidas y las de quienes nos rodean. Augusto es un rebelde, pero es visto por los demás como un pelele, un hombre que no había sentido la necesidad de conocer hembra hasta dos años después de fallecer su santa madre. Nuestra existencia, física y espiritual, es otro de los temas tratados en la obra. La certidumbre de la muerte se nos hace presente a los humanos en un momento determinado de la vida. 

     Un momento que Unamuno califica en Niebla como segundo nacimiento. Y es esa certidumbre, y su miedo, la que nos hace despertar del sueño en que hasta entonces vivíamos. El hecho de que la muerte sea algo ineludible para todos nosotros nos puede llevar a buscar una especie de inmortalidad a través de nuestras obras en vida. Sin duda, Unamuno es un gran ejemplo de ello, pues tres cuartos de siglo después de su muerte estamos escribiendo o leyendo sobre una de sus mejores creaciones. Sin embargo, para quienes no somos genios, la inmortalidad se circunscribe a ser recordados, o soñados, por quienes nos sobrevivan en este mundo. Una inmortalidad que tiene fecha de caducidad: el del día de la muerte de nuestro último familiar, amigo o conocido.

     A través de sus treinta y tres capítulos se vislumbran otras temáticas que, aunque menores, no dejan de aportar riqueza y variedad a la historia: la falta de decisión de los humanos, la igualdad de la mujer respecto al hombre, la mezcla de realidad y ficción en las mentes de casi todos nosotros, la hipocresía humana o la lealtad hacia los humanos de parte de los animales (ejemplificada en el perro de Augusto: Orfeo). Todo ello explicado desde la peculiar teoría literaria unamuniana. Una teoría que le otorgaba al autor el poder de escribir lo que quisiera y como le diera la real gana. 

     Niebla es una de las obras más insignes de Don Miguel. Y por méritos propios. No es de extrañar que, a comienzos del siglo XX, fuera tan bien acogida por el público - que no por la crítica, al menos por parte de ella -. Enseñó el camino a seguir a todo autor novel que quisiera ser original y abandonar el dogmatismo literario de su época. Y así fue. Sin ir más lejos, tenemos ejemplos actuales de esa originalidad en La mujer loca, de Juan José Millás - en cuyas páginas cobra vida el propio autor valenciano -, e incluso en Un millón de gotas, de Víctor del Árbol - en cuyo epílogo el magnífico escritor catalán realiza un excelente ejercicio de mezcla de realidad y ficción -. Y es que los maestros siempre sientan cátedra...