LIBROS

LIBROS

lunes, 17 de octubre de 2022

La familia. Sara Mesa. Anagrama. 2022. Reseña

 




    De la misma manera en que las aguas de un río siempre buscan su camino, por intrincado que este sea, para llegar al mar, llegando a causar en no pocas ocasiones grandes desastres, los miembros de una familia siempre consiguen desligarse de las ataduras de un padre manipulador e inquisitorial, por más que se vista de santurrón, para ser finalmente libres. Porque, como dice la autora madrileña Sara Mesa, los santurrones son muy peligrosos, por narcisistas y demagógicos. Y de ello nos habla en su última obra, La familia, recientemente publicada por Anagrama. Una sucesión de escenas desordenadas en el tiempo que recorre varias décadas de la vida de los miembros de una familia de clase media española de un tiempo pasado no fechado pero más o menos reconocible. Una familia compuesta por Padre, Madre, Martina, Rosa, Damián y Aquilino. Un núcleo en el que el padre pretende que no haya secretos. En el que, sin embargo, todos los tienen. Y, precisamente él, el primero.

    A poco que cada lector lo piense durante unos instantes, todos conocemos a uno o varios de esos santurrones --familiares, vecinos, conocidos-- que van de salvapatrias o de salvamundos y que no hacen más que desgraciar la vida --o, como mínimo, se la hacen más complicada-- de quienes los rodean. Especialmente, claro, sus propios familiares. Santurrón que, además, suele venir acompañado, como en la novela que nos ocupa, de una esposa dominada y frustrada que ve como, por triste añadidura, pinta poco o nada en el proceso de educación de unos hijos que solo pueden atenerse a lo que su padre les diga en cada situación. En La familia, ese Padre llega a obligar a una de sus hijas a tirar a la basura su diario personal. ¿La razón? Muy simple y a la vez compleja: que ese diario tiene candado y una sola llave. Y, como ha quedado ya señalado, en esta familia no hay secretos. Son nocivos. Se usan para tapar asuntos feos. Es mejor no tener nada que ocultar, ir con la cabeza bien alta y no esconderse.

    El talibanismo familiar de Padre llega al extremo de obligar a todos sus miembros a pasar la tarde juntos en la sala de estar, mínimo de seis a ocho, para ahorrar electricidad --los recursos son limitados y deben usarse con mesura-- y compartir tiempo y espacio. Y Martina, la última en llegar a la familia --es adoptada: quienes antes eran sus tíos y primos ahora son sus padres y hermanos--, y también la menos acostumbrada a ese tipo de cosas, se pregunta: si Padre era un abogado tan importante, con tanto trabajo como decía tener, ¿cómo es que no iba a la oficina por las tardes? ¿Por qué no tenían televisor, como todo el mundo? ¿Por qué no podían salir a jugar a la calle con los demás niños? Y, ¿qué consigue con todo ello Padre? Pues que todos, absolutamente todos, finjan ante él. Damián hacía como que estudiaba en lugar de leer tebeos, Rosa leía en lugar de jugar al fútbol, Madre cosía en lugar de rezar y Martina estudiaba ajedrez en lugar de escribir en su diario. Solo Padre y Aquilino, el menor, capaz de pasar horas y horas dibujando sin decir palabra, estaban en su salsa. 

    Una novela coral como esta solo puede funcionar si cada personaje está muy bien caracterizado. Y Sara Mesa lo consigue, manifestando de nuevo que es una gran retratista. Física y, sobre todo, psicológica y hasta social. Así, uno de los retratos básicos es el del matrimonio compuesto por Padre (Damián) y Madre (Laura). Máxime cuando Mesa trata el período de cuatro años --al que denomina Resistencia o Guerra-- en el que Laura trató de rebelarse ante su marido. Una rebelión que acabó con una claudicación definitiva que tendrá consecuencias para los hijos ya nacidos y los todavía por nacer. Discutían, gritaban, se habrían despedazado mutuamente si no estuviesen tan cansados de odiarse. Él la acusaba de ingrata, todo el día trabajando para ella, para el Proyecto --así es como él denomina a la familia--, y esa era su única manera de agradecerlo, la baba de la rabia cada tarde, al volver él a casa. Ella no respondía a sus acusaciones, se dedicaba a minarlo, a exasperarlo con todo aquello que lo sacaba de quicio, diciendo tacos y frases hechas y rezando el rosario, más que con fe, con resentimiento. 

    Quien mejor detecta las problemas familiares y, por tanto, mejor puede describir a sus miembros es alguien externo a ella. Un personaje que no conviva con ella habitualmente y que no esté influido de ningún modo. En La familia ese personaje es el tío Óscar. Notaba palpables diferencias entre el modo de actuar de los otros sobrinos y el de Martina, aunque entre los primeros también había variaciones. Damián, el mayor, era el más influenciable, siempre buscaba agradar y nunca lo conseguía, mientras que Rosa, a menudo enfurruñada, cabezota y hostil, solo quería que la dejaran en paz. Aquilino, el pequeño, era con diferencia el más gracioso y el más desvergonzado, también el más listo, había aprendido a moverse con soltura en aguas tan difíciles. Pese a todo, los tres estaban marcados por una profunda y remota ignorancia, por la carencia de un conocimiento cabal de la vida más allá de esos muros. Era increíble que ni siquiera el colegio les ofreciera suficiente contraste. Vamos, que a uno no le cuesta comparar lo que ocurre entre esos muros con la famosa caverna del mito de Platón.

    Al margen del tío Óscar, también nos sirven para conocer bien los entresijos de la familia personajes secundarios pero no desdeñables como las vecinas de arriba, Clara y su madre; Yolanda, la compañera de piso de Rosa; Mario, su vecino alcohólico; o Paqui, su antigua compañera universitaria. Cada uno de ellos nos muestran cosas diferentes o reafirman las ya expuestas. Con sus testimonios las piezas del puzzle familiar van encajando poco a poco. Los catorce capítulos de la novela nos desgranan pasajes, hechos, situaciones, conversaciones de distintas épocas y lugares. Todo ello para que nada quede sin explicar debidamente. Para mostrarnos una realidad que parecía haber estado sepultada ante tantos buenos propósitos y tantas buenas palabras. Como las que pronuncia Laura ante Óscar para esconder sus propias miserias: Damián dona parte de su sueldo a algunas causas. Es generoso con su dinero y también con su tiempo. Ha estado difundiendo la filosofía de Gandhi en los colegios, dando charlas por la tarde a los alumnos y los padres. Ha organizado colectas, seminarios... 

    Los hijos de Damián y Laura intuyen que algo ocurre entre su tío Óscar y sus padres. Sus visitas, que los niños deseaban en secreto, resultaban también duras y tensas. Por un lado, les parecía gracioso y ocurrente, por otro sabían que era un foco seguro de conflicto --con su conversación en teoría inocente, sus preguntas como dardos y sus comentarios excéntricos acorralaba a Padre sin pretenderlo--: cuando se marchaba, Padre y Madre discutían horas, días, semanas, y el tema era siempre él. Y eso que desconocen por completo todo lo ocurrido tras la muerte de la madre de Martina. El tío Óscar siempre había pensado que su hermana habría preferido que su hija se criara con ellos. Pero su cuñado Damián se las arregló para convencer a su esposa y a ellos mismos de que Martina estará mejor con los primos que sola, ...nosotros ya tenemos experiencia cuidando niños, ...yo estoy siempre en casa, pero vosotros viajáis continuamente, ...le hace falta una reeducación completa. 

    La familia es un paso más en la carrera de Sara Mesa. Un paso que confirma que la autora tiene ese algo necesario para desnudar los comportamientos humanos, detectar sus heridas de tiempo atrás, describir con pelos y señales las mochilas que todos llevamos a cuestas, y retratar todo lo bueno y lo malo (sobre todo lo malo) que conforma a cada ser humano y sus circunstancias. El resultado es una historia de aislamiento, soledad acompañada, opresión, desasosiego y hasta enfado del lector con todo cuanto acontece en las páginas de la novela. Una novela corta que se hace más corta todavía a medida que uno avanza hacia el final. Una historia que, salvando las distancias, le recuerda a servidor otras obras contemporáneas nacionales como La buena letra, de Rafael Chirbes, y Lluvia fina, de Luis Landero --ambas reseñadas en este mismo blog--, dado que gota a gota, suceso a suceso, palabra tras palabra se va llenando el interior de esa mochila cuyo peso cada vez se hace más y más insoportable.