LIBROS

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lunes, 11 de abril de 2022

Los besos. Manuel Vilas. Planeta. 2021. Reseña

 




    Después de los merecidos éxitos conseguidos con Ordesa y Alegría, Manuel Vilas retorna a la novela de ficción --más o menos, porque la realidad también aparece en la mayoría de las páginas de la obra-- con una novela de amor romántico y quizás algo idealizado cuyo título es corto, directo y significativo: Los besos. Una historia de amor, sí, pero también de erotismo, sexo, carne, piel, células y almas. En la que Salvador y Montserrat acaban dando las gracias a la Naturaleza por haber creado una pandemia que les permite conocerse y amarse. Que les permite volver a sentirse vivos de nuevo, más que nunca incluso, en un momento en el que la muerte y un maldito virus amenazan con arrasar con todo. Y es que el amor, y la necesidad de amar y ser amados, está presente en la vida de las personas. Puede aparecer hasta en las circunstancias más inimaginables. Y eso es lo que les sucede a estas dos almas nobles que, solitarias, ya casi no pueden esperar nada más en sus vidas.

    Marzo de 2020. España va a ser confinada. Salvador sale de su casa de Madrid en dirección a una casa de madera que tiene alquilada en el bosque de Sotopeña. Lo hace con lo justo. Y entre lo justo destacan la Biblia y el Qujiote --porque siempre se cuela la idea del fin del mundo cuando pasa un acontecimiento planetario, y también porque son dos libros con capacidad de resumir otros libros--. Y, claro, al llevar con él lo justo, al llegar a Sotopeña debe ir a comprar lo más indispensable: comida y bebida y otros artículos de primera necesidad. Y en la pequeña tienda del pueblo que lo acoge lo atiende Montserrat. Y Salvador se enamora al instante: ¿es enamoramiento a primera vista lo que me ha pasado?, se pregunta. Mi alma la estaba esperando. Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Y acude a diario a la tienda de Montserrat para comprar lo que sea. Lo que sea con tal de volver a verla y estar con ella. Y poco a poco ella también se enamora de él. Y comparten buena parte del confinamiento.

   Salvador tiene 58 años y acaba de ser jubilado por anticipado. En sus clases se quedaba en silencio y no sabía qué decir. Le falla la memoria. Pequeños olvidos no demasiado importantes pero que sí le impiden seguir dando clases. Pero a él le preocupan sus silencios. Creo que la Oscuridad viene a por mí, se dice a sí mismo. Pero Montserrat, a la que rebautiza como Altisidora, personaje del Quijote, lo anima a seguir adelante con sus besos. Porque los besos son esas luces intensas en el camino de la vida, esas luces cegadoras tras de las cuales está otro ser humano esperándote en un acto de eternidad consentida por la muerte. Así, los besos de Montserrat/Altisidora pueden vencer a la Oscuridad. Y Salvador se aferra a ellos. Y también a los libros, guaridas contra los lobos del abatimiento y la depresión. Propuestas de futuro. Perversas razones para seguir vivo. Lo mismo ocurre con las historias de amor: si comienzan con un beso, hay que saber cómo terminan. Las historias de amor son como los libros, comienzan y terminan.

    En efecto, la narración de Salvador deja entrever que su historia de amor con Montserrat/Altisidora no va a ser muy larga. Que no va a durar para siempre. Que en el momento de su escritura es ya Historia. De hecho, la mayoría de las veces habla de ella en pasado. Y recuerda las historias del Quijote con Dulcinea, de Romeo con Julieta. Sin embargo, a diferencia de Cervantes y Shakespeare, Manuel Vilas no mata a sus personajes, a los protagonistas de su historia de amor, sino que los deja disfrutar en plenitud de su belleza. Para siempre. No hace ningún drama. Como el que creó Pedro Guerra en su magnífica canción El marido de la peluquera, tema en el que el amor es tan grande, tan sincero y sentido --mejor buenos recuerdos que un pasado perdido-- que un buen día de lluvia Matilde acabó por tirarse en el río. No seré yo quien critique una de mis canciones preferidas --¡qué incongruencia tan grande sería, verdad!--, pero Vilas nos ofrece una manera diferente de vivir y de seguir viviendo. Pese a todo.

    Vilas busca la belleza y el erotismo. Y lo encuentra en cada página de su nueva novela. Huye de la Oscuridad. Sabe que a todos nos alcanzará, pero nos pide que, cuando eso ocurra, sea sin queja. Tal y como le pide a Salvador Rafael Puig, amigo de la Academia al que conoció en la primavera de 1981. El propio Salvador no sabe el motivo, pero casi cuarenta años después, se acuerda muy a menudo de su amigo, al que no ha vuelto a ver desde entonces. Rafael Puig se hace presente en la casa del bosque de Sotopeña y Salvador recuerda cada una de las conversaciones que tuvieron en la Academia. En esas conversaciones hablaban de la Oscuridad, del erotismo, de la belleza. Y ahora Salvador ve belleza hasta en el hecho de hurtar en los súper mercados. Imagino que la cleptomanía podría sumarse a mi enmudecimiento, mi ansiedad y mi amnesia. No estoy tomando la medicación que me prescribieron. Estoy por llamar a mi neurólogo, que, por otra parte, seguro que no me recuerda. Sí, el sentido del humor también es belleza.

    En un lugar de la China, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un virus de los de pandemia en hospital, letalidad antigua, corona flaca y neumonía corredora, escribe Salvador. Y añade: el virus sigue dominando el fracaso de todos los Gobiernos de la Tierra, salvo el de China. Hay países de excelente gestión como Holanda, Portugal, Alemania, Nueva Zelanda o Corea del Sur. El virus mezclado con un Mundial de fútbol. Hay un Mundial de fútbol ahí afuera, en donde los equipos en vez de meter goles, meten muertos. Y España es la Campeona. Y, finalmente, sentencia que: las televisiones no quieren mostrar los ataúdes. Si ves uno, automáticamente dejas de creer en cualquier forma de nación, o estado, porque te das cuenta de que la verdad está allí, en el ataúd. Por eso no los enseñan. Y es que, además de la ficción novelesca entre Salvador y Montserrat/Altisidora, Vilas nos habla de la realidad de hace un par de años. Y lo hace con gran lucidez. Y también con crudeza en algunos casos.

    A los presidentes de los gobiernos Salvador los llama Narcisos. Al de España le place el ejercicio del poder. Está gozando. Lo que siente es orgullo de estar allí, en el sitio de los elegidos. Ha llegado allí donde quería. Se acerca a la psicopatía, al cinismo y al sadismo. A nuestro Narciso le da igual el virus porque también está enamorado, pero de sí mismo. Los enamorados no vemos el virus. Lo primero que debe hacer un ser humano es huir de los Narcisos que salen en la televisión. Narciso y el rey de España puede que sean los dos gobernantes más altos del mundo, pero a mí me parece que son niños. El rey de España no se salva de las críticas, como tampoco lo hace su padre, el rey emérito: otra vez vuelve España a la escena internacional. Juan Carlos I se vio a sí mismo como un rey de un país más bien de segunda división. No tenía una gran fortuna, no era ni la cuarta parte de rico que la reina de Inglaterra, algo insoportable, me imagino. Ahora su hijo debe elegir o el dinero o el protagonismo de la Historia.

    Los besos, de Manuel Vilas, es una novela que bebe de varias ideas que el autor parece tener muy interiorizadas: la incesante búsqueda de la belleza, en todas partes, en cualquier momento, lugar y objeto; que sin erotismo la vida es un error; que el erotismo dura tres meses y el amor treinta años; que los besos son corrientes eléctricas, que nos dicen que la red eléctrica funciona, un certificado; que la vida debe vivirse hasta que la Oscuridad nos atrape, sin quejas; y que las historias de amor, sean a la edad que sean, deben vivirse no al estilo de El marido de la peluquera de Pedro Guerra sino al de La estación de los amores de Franco Battiato. Porque lo pasado, pasado está. Y, como nos cantó el gran cantante italiano, siempre le puede quedar un nuevo entusiasmo por latir al corazón. Y otra posibilidad de conocerse. Y, por tanto, nuevas oportunidades de enamorarse. También de los libros. De libros que nos conmueven. Como, por ejemplo, este que no puedo dejar de recomendar a todos muy encarecidamente.