Siruela es una editorial que apuesta más por la calidad de sus obras que por la cantidad a la hora de lanzar sus publicaciones anuales. Razón por la que de tanto en tanto nos regala alguna que otra joya digna de elogiar pero difícil de reseñar --como sucede con las obras de Italo Calvino, George Steiner o Fred Vargas--. Ya me pasó hace unos años con El mundo de Sofía, del filósofo noruego Jostein Gaarder. La historia se repite ahora con El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, de la filóloga clásica zaragozana Irene Vallejo. Un recorrido a través de los siglos por todo lo que forma parte del mundo de los libros desde su época más arcaica hasta la actualidad --porque las referencias a libros, películas y series de los siglos XX y XXI son constantes a lo largo de la obra, lo cual conecta mucho más si cabe el mundo antiguo a nuestro día a día--. Desde los de piedra hasta los electrónicos.
Comenta Vallejo en algunas entrevistas recientes sobre este ensayo que las bajas expectativas iniciales de la obra le dieron la libertad necesaria para asumirlo a su manera. Una forma de afrontar este tema que nos hace viajar desde la Alejandría fundada por Alejandro Magno hasta la Roma imperial pasando por las ciudades griegas con Atenas a la cabeza. Un viaje a través de todos los soportes utilizados en cada época para plasmar las palabras sobre piedra, arcilla, juncos, seda o papel. Treinta siglos de continuo esfuerzo para utilizar, transportar, almacenar y conservar de la mejor manera posible los pensamientos de cada personaje, lugar y época. Miles de personas, casi todas ellas anónimas, que durante siglos han hecho posible la realización, divulgación y protección de los conocimientos y las diversas formas de entretenimiento.
Todo tipo de gente del libro tiene cabida en este viaje: narradores orales, escribas, sabios, copistas, miniaturistas, iluminadores, traductores, vendedores ambulantes, espías, maestras, monjes y monjas, esclavos, bibliotecarios, etc. Todos los que a lo largo de la historia salvaron los libros de su desaparición se convierten en protagonistas de un libro indispensable para aquellos quienes, de una forma u otra, seguimos metidos en este bendito mundo de los libros, sea desde unas vertientes u otras. Porque, como escribe Vallejo, la invención de los libros ha sido tal vez el mayor triunfo en nuestra tenaz lucha contra la destrucción. Con su ayuda, la humanidad ha vivido una fabulosa aceleración de la historia, el desarrollo y el progreso. Debemos a los libros la supervivencia de las mejores ideas fabricadas por la especie humana.
La Alejandría primigenia, con su Museo y su Biblioteca --que, gracias a Demetrio Falero y a Aristófanes de Bizancio, fue la más completa de la historia de la humanidad--, constituyó el gran centro científico de su época. El sueño de Alejandro Magno de juntar todos los libros de papiro (con el tiempo, también de pergamino) del mundo en Egipto fue seguido por la dinastía de los Ptolomeo, provocando la primera asimilación cultural, la helenista, algo solo comparado a la actual globalización mundial. Los jeroglíficos de la piedra Rosetta, las obras del amado y odiado Homero --La Ilíada y La Odisea, que nos presentan a Aquiles y Ulises, a Troya e Ítaca, al honor y la guerra y a la nostalgia y la aventura--, el progresivo abandono de la oralidad en pos de la escritura, el cambio supuesto por la aparición del alfabeto --que hizo cambiar de manos la escritura-- y la aparición de las primeras escuelas se nos presentan en el texto con todo tipo de testimonios muy interesantes.
También hay espacio para las disputas entre Sócrates y Platón --oralidad versus escritura--, la filosofía del cambio de Heráclito, la primera gran colección de libros --que poseyó Aristóteles--, los comienzos de la poesía social --con Hesíodo y Los trabajos y los días--, del realismo lírico --Arquíloco--, del teatro --Los persas, de Esquilo--, las tragedias --Eurípides, Sófocles y de nuevo Esquilo--, las Historias de Heródoto y los primeros trabajos de catalogación de los libros --por los que Calímaco está considerado como el padre de los bibliotecarios--. Por supuesto, Irene Vallejo nos cuenta el brutal asesinato de Hipatia de Alejandría, hija del matemático Teón, las ansias de Antifonte por sanar gracias a la palabra, la destrucción por parte de los árabes de los libros de la biblioteca alejandrina, salvo los de Aristóteles, y el fin definitivo de la Gran Biblioteca, que a pesar de todo inventó una patria de papel para los apátridas de todos los tiempos.
Cuenta la autora también --y su valentía es digna de agradecer en los tiempos que corren-- diversos aspectos de su vida personal. Como el bullying que sufrió en su etapa escolar. Una cruel situación de la que salió merced a la familia y al salvavidas de los libros --básicamente los de aventuras: Stevenson, London, Conrad o Ende--. Así, nos escribe que los libros nos ayudan a sobrevivir en las grandes catástrofes históricas y en las pequeñas tragedias de nuestra vida. Y no le falta razón. Porque la lectura de su libro, en plena pandemia por el coronavirus, me ha ayudado a sobrellevar la situación mucho mejor. Otro aspecto que debo agradecerle. Como, sin duda, hicieron los romanos con el gran legado griego, del cual se apropiaron hasta asimilarlo por completo: por primera vez, una gran superpotencia antigua asumía el legado de un pueblo extranjero --y derrotado-- como un ingrediente esencial de su propia identidad.
Los romanos hicieron de la literatura un botín de guerra. Y los esclavos se convirtieron en protagonistas de la historia de los libros. Las copias se extendieron por toda la población, naciendo los librarius, a la vez copistas y libreros. Y, por fin, los libros se convirtieron en hijos de los árboles --los denominados códices, que ya son encuadernados y presentan lomo y tapa dura--. En las escuelas romanas se aprendían de memoria, a base de golpes y azotes, los textos más famosos, tanto griegos como latinos. Se construyeron bibliotecas privadas separadas para obras griegas --ya reseñadas-- y latinas --las de Catón el Viejo, Terencio, Ovidio, Marcial, Plauto, Suetonio, Petronio, Cicerón o el mismísimo César--. Se comenzó a escribir para lectores que leían por placer. De la mano de Asinio Polión se construyó la primera biblioteca pública de Roma. Se leyó incluso en la clandestinidad. Los primeros cristianos no tenían otra manera de leer los libros negados que a escondidas.
Salvando las distancias, los libros fueron pareciéndose cada vez más a los actuales. Lo cual incluye los índices: mapa del interior de los libros que se fueron convirtiendo en ordenados jardines de palabras para tranquilos paseantes. Incluso las mujeres comenzaron a plasmar por escrito sus inquietudes. Así, Sulpicia nos legó a través de su poesía el único testimonio de amor femenino no conyugal, algo que estaba penado con gran dureza. Un libro siempre es un mensaje, escribe Irene Vallejo en las páginas finales de su gran ensayo. Y, como dice una amiga mía, también especialista en el mundo antiguo, El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo es simplemente un tesoro escrito en lenguaje de seda. Y no se me ocurren mejores palabras que estas para finalizar una reseña difícil de escribir y que intenta hacer justicia a esta gran obra.
Porque los libros nos han legado algunas ocurrencias de nuestros antepasados que no han envejecido del todo mal: la igualdad de los seres humanos, la posibilidad de elegir a nuestros dirigentes, la intuición de que tal vez los niños estén mejor en la escuela que trabajando, la voluntad de usar --y mermar-- el erario público para cuidar a los enfermos, los ancianos y los débiles. Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido. Qué merecido homenaje, a todas esas personas anónimas que han contribuido a lo largo de la historia a conservar todos estos conocimientos --incluso dando por ello su propia vida en algunos de los casos-- para un futuro que es nuestro actual presente, ha realizado Irene Vallejo en esta gran obra. Una obra que hay que leer por obligación y, sobre todo, por placer lector.