La historia del País Vasco durante los últimos cuarenta años se ha escrito no con tinta sino con sangre. Gran cantidad de sangre. La violencia desatada no dio lugar a demasiada literatura. Hasta hace poco. Concretamente hasta que ETA anunció que abandonaba las armas. En los últimos años los escritores han comenzado a atreverse a abordar la situación dejando de lado el miedo a las posibles consecuencias. Lógico. Por eso una obra como la que nos ocupa resulta tan interesante a quienes sentimos lo ocurrido en una de las tierras más bonitas de nuestro país. A los que siempre creímos que la verdadera Euskal Herria nada tenía que ver con las extorsiones, los impuestos revolucionarios, las bombas, los autobuses ardiendo y los tiros en la cabeza.
Afirma Fernando Aramburu que no ha escrito Patria para juzgar a nadie. Toda una declaración de intenciones que puede ser tomada al pie de la letra o justamente al contrario. Porque esta novela --para mí, la mejor que he leído durante este 2016 que ya casi agoniza-- es cierto que no juzga a nadie como individualidad, pero sí lo hace como comunidades de ciudadanos. Me explico: a lo largo de sus más de seiscientas páginas aborda temas como la lucha armada, el encarcelamiento de sus héroes, la ocultación de sus víctimas, la mentalidad de pueblo perseguido, el escalofriante papel jugado por la Iglesia católica y la perpetua división entre buenos y malos. Todo un juicio social donde los haya. Unas sociedades --la vasca y la española-- a la postre tan similares que ponen los pelos de punta.
Dos familias amigas enfrentadas por el conflicto se huyen y se buscan para solicitar el perdón de los otros. Un pueblo del que se dan datos pero no nombres ni apellidos. Un asesinato a sangre fría en una tarde lluviosa que aparece ya en la misma portada de la novela. Teñida de rojo. Como el paraguas de su portador. Dos amas de casa --Bittori y Miren-- de armas tomar que ejemplarizan la oscura sociedad matriarcal. Unos maridos --el Txato, empresario asesinado, y Joxian, quejón y llorón-- dominados por sus esposas. Y cinco hijos --Xabier, Nerea, Arantxa, Gorka y Joxe Mari-- que viven las tragedias de su época y ven cómo sus vidas se resquebrajan sin poder evitarlo de manera alguna.
Hasta nueve historias diferentes pero interdependientes dentro de una misma historia. Ahí es nada. Contadas desde diversos puntos de vista y utilizando una técnica por la cual todos los personajes nos hacen sentir sus impresiones, sus pensamientos, sus acciones en una primera persona narrativa que se entrelaza con la tercera persona del narrador omnisciente. Narrador que hace un cameo en su propia novela en uno de los capítulos, titulado "Si a la brasa le da el viento". Todas las historias contadas, además, a base de capítulos cortos (125) con gran maestría. La de un escritor al que servidor no conocía hasta esta novela. Craso error que desde ya mismo pienso corregir.
El autor, que ya trató el tema vasco en 2006 y 2012 con sus obras Los peces de la amargura (Premio Vargas Llosa de Novela, Premio Dulce Chacón y Premio Real Academia Española) y Años lentos (Premio Tusquets Editores de Novela y Premio de los Libreros de Madrid), utiliza como guión/hilo conductor de la novela no la sucesión lineal de los hechos sino una serie de ráfagas o flashes emocionales de cada uno de sus protagonistas. Porque aunque asesinato hay uno, tragedias hay nueve. Porque cada uno de sus personajes lleva a cuestas su propia tragedia personal. Una mochila que en algunos casos parece pesar menos pero que en otros es demasiado pesada para seguir viviendo el día a día.
En Patria la tragedia y el dolor no se circunscriben a unos pocos sino que se convierten en algo mucho más generalizado. Sufren las familias de las víctimas, pero también las de los terroristas, que deben cruzar el país una vez al mes para poder ver a sus hijos, hermanos o padres, no solo encarcelados sino víctimas de la sinrazón de un gobierno central igual de inhumano. El desgarro emocional se agranda paulatinamente hasta volverse irreversible. Familias igualmente nacionalistas, con hijos simpatizantes de la izquierda abertzale, que en ocasiones se enamoran de inmigrantes que no saben hablar el euskera, que comparten las mismas ideas... hasta que la violencia los alcanza, divide y hasta destruye. Porque todos, absolutamente todos son humanos.
Los peligros del nacionalismo --el vasco y también el castellano-- aparecen en cada una de las páginas de la novela. Tradicionalista, casi medieval, sacralizador de la tierra, excesivamente romántico y divisor y violento. Sobre todo, divisor y violento. No en vano, afirma Aramburu sobre las posibles reacciones hacia su libro que lo que de verdad me preocuparía es que gustara a los violentos. Otra declaración de intenciones que no debemos pasar inadvertida. Porque, si algo tiene Patria, es que nos habla de la imposibilidad de olvidar, pero también de la necesidad de perdón en una comunidad rota por el fanatismo político.
Existen novelas que nos emocionan por la historia que se nos cuenta. Otras lo consiguen a través de un lenguaje exquisito. Y solo unas pocas, casi contadas con los dedos de las manos, consiguen aunar ambos aspectos. Son lo que solemos llamar obras maestras. Muy raras veces estas se convierten en bestsellers. Pues bien, Patria es todo ello. Nos hace sufrir por la dureza de su contenido. Pero también nos deleita con su lenguaje y su construcción a modo de píldoras emotivas. Porque estamos ante un libro que todo el mundo debería leer: vascos y no vascos; interesados en la política y apolíticos; víctimas y verdugos; grandes lectores y aquellos que apenas leen un par de libros al año. Aramburu no toma partido por nadie. Se limita --¡como si esto fuera poco!-- a compartir con nosotros el dolor resultante de toda violencia.