Tras el enorme éxito alcanzado un año atrás con Los ingratos, Premio Primavera de Novela 2021, el escritor y periodista madrileño Pedro Simón publicó su tercera novela, Los incomprendidos, a finales de 2022. Como en su predecesora, el autor nos narra una historia que llega y emociona al lector. Porque, como reconoce Javier, uno de los personajes y narradores de esta novela -junto a su hija Inés y su hermana Clara, que aparece como narradora epilogar-, las mejores historias no son las que hablan de los otros en sitios lejanos, sino las que hablan de ti. Aquí mismo. Ahora. Y hacen que se te iluminen los ojos y quieras conocer el final. Y no le falta razón. Porque las historias cercanas y corrientes, las que les pueden ocurrir a cualquiera de nosotros, suelen resultar a menudo las más atractivas. Aunque solo sea por ofrecer una mayor verosimilitud y, por tanto, también una mayor posibilidad de repetirse en nuestras propias carnes.
De los catorce capítulos que componen la novela, Javier, el padre, nos narra siete. Por su parte, Inés, la hija, narra seis de los restantes, quedando el epílogo para Clara, hermana de Javier y tía de Inés. Las mochilas que todos llevamos a cuestas, la culpa con la que cargamos, la incomprensión que sentimos más a menudo de lo deseado, la incomunicación, la soledad y la falta de diálogo dentro del núcleo familiar y los silencios más incómodos que existen en todos los hogares son los pilares de la historia de esta familia. Una familia que debe sobrevivir a un drama conocido desde el inicio, la muerte del hijo menor, Roberto, y a otros desconocidos en un principio pero que se irán presentando ante nuestros ojos de manera que al final los huecos de esta historia se van rellenando y permiten al lector recomponer el puzzle familiar de forma progresiva, hasta que la última de sus piezas encaja y todo cobra sentido.
A veces, cuando voy por la calle y veo a un adolescente hacerle un gesto airado a su madre, o cuando observo en el autobús cómo un padre trata de conversar con su hija y esa hija calla, me pregunto quiénes son en realidad los incomprendidos, narra Javier en la parte final de la novela. Somos esa generación errática que entonces dejaba el mejor sitio de la mesa para el padre y que ahora se lo deja al hijo. Eso somos, afirma unas páginas antes haciendo alusión a la crisis de solidaridad, valores y respeto en la que vivimos actualmente. Desnortados, en suma. Inés, por su parte, nos cuenta que la adolescencia puede ser un infierno. Basta con el cielo de los otros. Es suficiente con que te los imagines más felices y más guapos que tú y sin el nudo que sientes dentro. Algo que se completa con otra frase muy significativa que viene a decir algo así como que la adolescencia es parirse a uno mismo a los dieciséis o a los dieciocho.
Javier trabaja en una pequeña editorial que busca con ansia publicar la novela negra revelación del año. Nos habla de la que cree que va a serlo. Nos cuenta su trama, su desarrollo y su final. Y, además, narra la historia de su hija Inés desde su nacimiento hasta la actualidad -algo que le aconseja Diana, la psicóloga familiar a la que acuden todos sus miembros tras la muerte de Roberto- en un simulacro de novela escrita por él mismo. En ese sentido, Los incomprendidos podría ser calificada, además de como novela familiar, como metaliteratura. Y es que esas otras novelas paralelas o periféricas a las que se ha aludido tienen también conexiones con la realidad narrada por la novela central. Son, por tanto, una especie de explicaciones o anexos a la trama central. Una forma de aportar mayor información de una manera original y diferente a lo acostumbrado. Aunque, obviamente, tampoco sea ninguna gran novedad literaria.
La historia del matrimonio formado por Celia y Javier es la de tantos otros. Pareja que desea tener un hijo, lo intenta y lo vuelve a intentar, ve que no puede, se hace pruebas, observa que no hay ningún problema que impida poder tenerlo, decide adoptar y, de repente, ocurre el embarazo. Así es como, en cuestión de meses, el matrimonio da la bienvenida a su hogar a un hijo recién nacido, Roberto, y a una hija algo mayor, Inés. Una hija que ya arrastra una pesada carga. Una pesada carga proveniente de su familia natural que se acrecienta tras la trágica muerte en accidente de tráfico de su hermano. Una tragedia que separa a los miembros supervivientes de la familia. Hasta que la situación roza lo insostenible. Cada uno de ellos se considera culpable de la muerte de Roberto. La terapeuta, Diana, no logra recomponer las grietas aparecidas en el seno familiar. Trata por separado a cada uno de ellos, sin lograr retornar a esa feliz unión anterior al drama.
Javier e Inés, Inés y Javier nos narran, capítulo a capítulo, la historia del drama. Familiar y personal. Ambos tratan de comprenderse y de hacerse comprender. Pero les cuesta. Inés se refugia en su tía Clara. Una mujer trabajadora, luchadora, soltera, libre, con parejas esporádicas y sin hijos, que se encarga de levantar a Inés cada vez que esta parece desmoronarse. Y está a punto de hacerlo en varias ocasiones. No es agradable sentirse como un explosivo, afirma la propia Inés, que completa con la sensación que tiene de que, tras la muerte de su hermano, ella es lo único que les queda a sus padres. Una gran responsabilidad para ella, otra carga y otra culpa más, puesto que no tiene claro si sabrá estar a la altura. Algo que constata definitivamente con una frase desgarradora: confirmé lo muchísimo que mis padres lo querían a él. Hasta muerto, tenía algo de celos. Y me daba asco a mí misma por sentirlos. Tía Clara me miraba y creo que me adivinaba los pensamientos. Yo solo pedía en silencio que me siguieran queriendo, a pesar de todo. Si no tanto como a él, parecido.
Esa idea, la de poder leer el pensamiento, se repite a lo largo de la novela. Por ambas partes, además. Pero, sobre todo, por parte de Javier. Quisiera saber qué piensa su hija. Para hacer las cosas mejor. Para hacerle la vida más fácil. Aunque conocer sus pensamientos podría acabar de hundirlo a él. Tía Clara, en cambio, sí parece ser capaz de leer el pensamiento de su sobrina. Y se convierte en su tabla de salvación: con ella deja de hacerse pipí en la cama, con ella aprende a nadar, con ella aprende a confiar en alguien. Clara, además, también es la voz de la conciencia de su hermano y de su cuñada. La tormenta que resuena en las cabezas de los adultos. El nexo de unión de una familia que amenaza con separarse de por vida. Una familia cuyo uno de sus miembros (Inés) se ve como un círculo rodeado de cuadrados y piensa en la muerte. Y Javier se siente impotente: no hay peor sensación de fracaso que ver cómo se te ahoga una hija. Porque un hijo también es eso que a veces te mata o querrías matar, pero que te da la vida.
Inés, por contra, nos dice que si de niña creces cuando ves llorar a una madre, supongo que siendo un adulto te haces un poco más viejo cada vez que ves llorar a tu hija. Y es que, dentro de la soledad, la incomunicación y el horror de vivir juntos pero parecer unos extraños, en las historias que nos narran los protagonistas de Los incomprendidos, como ya sucediera en Los ingratos, también tienen cabida la esperanza y la ilusión. La ilusión de que los problemas siempre se pueden superar. Porque solo la muerte no tiene solución. Y hasta la muerte misma también puede acercar a quienes sobreviven a la tragedia. Aunque para ello hayan de viajar a lo más recóndito de sus almas. Aunque para ello hayan de mirarse en el espejo y decirse a la cara -en este caso, escribir sobre un papel- quiénes son y quiénes quieren ser a partir de ahora.