En febrero de 2015, hace exactamente diez años, la editorial Anagrama lanzó la novela Blitz -en alemán, Relámpago- del periodista, escritor, guionista y director de cine madrileño David Trueba. Una obra corta -166 páginas- sobre el complejo mundo de las relaciones y la farragosa lucha, a veces eterna y a menudo estéril, por alcanzar el éxito profesional. Hace una década Trueba ya había cosechado grandes éxitos editoriales -su novela Saber perder fue premiada con el Premio Nacional de la Crítica en 2008- y cinematográficos -con Vivir es fácil con los ojos cerrados había ganado en 2013 los Premios Goya a la mejor película, a la mejor dirección y al mejor guion, y ya había dirigido también Soldados de Salamina en 2003 y escrito el guion de La niña de tus ojos en 1998-, así que ya era muy conocido y todos sus diferentes trabajos eran muy esperados. Blitz fue, por tanto, muy bien acogida, tanto por la crítica como por los lectores.
En la novela, que se desarrolla casi por completo en Múnich, Beto nos narra, en primera persona, una historia de naufragio personal, profesional y sentimental. El joven, de treinta y pocos años de edad, un arquitecto paisajista que acude a la capital bávara para concursar en un congreso internacional con un innovador proyecto de jardín decorado con bonitos relojes de arena, se verá envuelto, de repente, en una crisis personal global de la que no es capaz de encontrar una salida. A no ser que la solución pase por un cambio radical de vida. Marta, su pareja y compañera de proyecto, le envía por accidente un mensaje al móvil -aún no le he dicho nada. me cuesta tanto. uff. tq- que en realidad iba dirigido a su ex pareja, un cantautor uruguayo con el que salió años atrás y al que nunca acabó de olvidar. Le confiesa que ha reanudado su relación con él y que piensa volver a intentarlo de nuevo. Beto se ve solo en Múnich. Y también en la vida.
La novela se compone de doce capítulos -los cuales llevan por título los meses del año-, aunque es el primero -enero-, el que se desarrolla en Alemania, el que ocupa tres cuartas partes de la narración. En las apenas cuarenta y ocho horas que transcurren en Múnich desde que Marta regresa a Madrid y Beto decide quedarse unos días más allí al joven le ocurren una serie de catastróficas desdichas que por momentos convierten el drama en una comicidad que en algunas ocasiones es graciosa y en otras roza lo grotesco: Beto se queda sin hotel, vagando por la ciudad con una maleta tan pesada como incómoda de llevar, sin dinero para una nueva reserva de avión ni para buscar acogida en un nuevo hotel, con un móvil nuevo (el viejo queda inservible tras un pequeño incidente) que parece que se queda sin batería y, obviamente, sin conocer el idioma hablado por quienes lo rodean. Así, se ve solo, desamparado y con ganas de morir como único remedio a la acumulación de sus males.
Marta había sido la luz de mis días, la fuerza para sostenerme en actividad y pelear por los proyectos. Era la expresión de mi suerte y con ella al lado me sentía invencible y afortunado. Fue mi exilio, mi país de acogida. Pero ahora me quedaba fuera del sistema solar, sin brújula, a la deriva, en proceso de congelación sin un calor que salvara, nos confiesa el protagonista de la historia. Y, a las palabras de Marta -te juro que el pasado estaba olvidado, Beto, superado. Él (el cantautor uruguayo) es ahora una persona nueva y yo también-, añade finalmente que me veía como un médico de urgencias que había tratado sus heridas pero, una vez recuperada la salud del paciente, no podía hacer otra cosa que darle el alta y verla marchar. Intuí, pues, que el único que se había convertido en una persona vieja y gastada era yo. Por vez primera pensé en morir. Fin de todos los problemas. Y me ahorraba el avión de vuelta y la noche sin hotel. Morir, definitivamente, no ofrecía más que ventajas.
Y, en medio de la desolación, de la devastación, de las ganas de morir, emerge la figura de Helga, una voluntaria del congreso Jardines de Vida que ejerce de guía de una pareja que acaba de dejar de serlo. Una mujer que dobla en edad a Beto, que se apiada de él, y que, como el propio protagonista y narrador de la historia reconoce, cada palabra y cada gesto hacia mí fue un consuelo que tardaría demasiado en apreciar. No solo un maternal refugio para el solitario y desamparado desperdicio humano en que me había convertido la despedida de Marta. No. Había más. Fue la inteligencia, la sabiduría de su conversación la que me regaló un espacio al menos mental para sobrevivir. Regalo de aquella mujer abandonada y sola, voluntariosa en oferta de su tiempo libre, con un piso vacío pero no gélido, triste pero con fortaleza para ofrecerme los primeros auxilios que necesité al emprender mi reconstrucción. Vamos, una persona de esas que uno recuerda para toda la vida.
La cuestión es que, nuevamente de repente -de ahí el título de la novela-, del drama, de la tragedia, de la idea de morir como única y mejor forma de evasión ante una existencia que parece estar vacía de sentido, Beto conoce a una mujer divorciada de más de sesenta años que le hace comenzar a ver la vida de una manera diferente. Y, de la nada, surge con ella una relación que apenas durará un día y medio, con sus dos noches, en la que las reflexiones sobre la vida y el discurrir del tiempo serán puestas en el centro de la narración del libro. Una relación intergeneracional que constituye el corazón del relato de Beto. Un relato que atrapa al lector, que quiere saber qué pasará en la siguiente página. Beto y Helga liquidan una botella de vodka entre los dos, dialogan sobre arquitectura, sobre la vida, sus éxitos y sus fracasos, sobre las relaciones frustradas -que todo acabe mal es una condición inherente al hecho de estar vivo, le reconoce ella, que fue abandonada por su esposo por una más joven- y hasta sobre las relaciones entre personas de diferentes generaciones.
Las ganas de Beto de sentirse vivo y acompañado tras ser abandonado por Marta y los deseos de Helga de sentirse eternamente joven aunque solo sea por un par de noches, por un lado; y el alcohol y la soledad compartidas, por otro, son la mezcla perfecta para que esas dos noches acaben con la pareja haciendo el amor. En ese sentido, la novela rompe el tabú referente a la relación amorosa y/o sexual entre un hombre joven y una mujer madura, algo que sí está mucho más normalizado cuando ocurre al revés, es decir, cuando los protagonistas son un hombre maduro y una chica joven. Sin embargo, algo cambia en las veinticuatro horas que separan ambas noches. De la primera, ocurrida en la habitación de invitados, donde duerme Beto, surgen la vergüenza y el pudor. De hecho, a la mañana siguiente ambos se sienten avergonzados por lo acontecido. De la segunda, acaecida ya en la habitación de Helga, observamos algo más sólido y sosegado. No tan pasional, pero tampoco fruto del alcohol. Algo, por tanto, de lo que ambos son plenamente conscientes.
Beto vuelve a Madrid, decidido a iniciar una nueva vida. En el resto del libro narra su traslado hasta Barcelona para comenzar a trabajar con Àlex Ripollés, un arquitecto paisajista que pasa de ser enemigo de Beto a jefe y casi amigo suyo. ¡Qué interesante resulta ver el desarrollo de la relación entre ambos a lo largo de la historia! Durante los meses que van desde febrero hasta diciembre el protagonista narra sus vanos intentos por olvidar a Marta, pero también sus pensamientos recurrentes hacia Helga, a la que recuerda de manera bien diferente. No mantiene ninguna relación seria con ninguna otra mujer durante todo el año. Y se centra en su trabajo, que, mostrando cómo de rápido cambian algunas cosas en estos tiempos, no se basa ya en los jardines sino en las aplicaciones para teléfonos móviles. El discurrir del tiempo, de nuevo, nos muestra que hay muchas cosas que cambian con rapidez, como un relámpago, aunque otras permanecen ancladas a un momento de nuestras vidas que jamás dejamos atrás. Por no poder o por simplemente no querer dejarlas atrás. Y, además, otra cosa que nos muestra el paso del tiempo es que hay obras -en este caso, literarias- que envejecen mucho mejor que otras. Como Blitz.